La máquina sin cuerpo
- Camilo Fidel López
- 29 may
- 4 Min. de lectura
Hace un par de años, en el Reino Unido, un proyecto llamado, curiosamente, Painting Fool, dirigido por el científico Simon Colton, diseñó una inteligencia artificial generativa que buscaba recrear dibujos y pinturas a partir de algoritmos programados. Un tiempo después, y como principal innovación, al computador que contenía dicha inteligencia se le adaptó un brazo y una mano robóticos que, luego de recibir las debidas instrucciones, dibujaban en un papel aquellas imágenes que sugería la máquina. Los resultados fueron muy buenos en términos de la exactitud del diseño ordenado respecto al dibujo, pero, como todo avance científico, abrieron la puerta a más discusiones. En efecto, dicha experiencia —que hoy también se ve reflejada en las bien conocidas impresoras 3D— supone algunas cuestiones sutiles pero importantes que vale la pena considerar. ¿El proceso en el que un artista trasciende su idea en una materia —incluyendo la escogencia de los elementos (materialidad) que la compondrán— se debe limitar al fenómeno físico y directo entre cerebro y mano? En otras palabras, y con una pregunta más concreta: por ejemplo, ¿en un ejercicio de pintura, el pintor solo pinta con las manos?.
En mi opinión, no se trata de un asunto cualquiera; ya he afirmado en otras ocasiones que el proceso creativo humano posee una complejidad difícil de comprender —¿o comprehender?— y de emular por parte de una máquina o un algoritmo. En este caso habría que cuestionar la concepción (el punto de partida del experimento mencionado) de que la idea formada en la mente humana es idéntica —o al menos muy parecida— a la materia resuelta: que el concepto es el mismo que el resultado. No es necesario preguntarle a algún artista para saber lo equivocado del planteamiento. Sin excepción, el resultado es distinto a la idea inicial. De modo que no se puede hablar —en ningún caso— de un comando directo y marcial, en la creación artística, entre el cerebro y la mano. En dicho proceso lleno de penumbras pueden suceder no solo alteraciones externas, como el azar o la impredictibilidad del material, sino también situaciones internas, como la variabilidad del gesto físico en la ejecución de la creación, que dependería de múltiples factores que van desde la temperatura del cuerpo hasta la posición en la que se está sentado frente al lienzo o, incluso, si se está de pie.
Lo que parece contraevidente me costó entenderlo por un buen tiempo. Solo hasta una residencia artística que hicimos en Nemocón, Cundinamarca, con los artistas Sebastián García y Santiago Castro, en la que filmé un cortometraje llamado Breathe, pude terminar de comprender la certeza que describo en el párrafo anterior. Recuerdo que, en las tardes frías, debíamos salir a un bosque de pinos cercano a encontrar cortezas o ramas secas para encender la hoguera que nos calentaría en la jornada nocturna. En una de esas ocasiones, Santiago, regresando satisfecho de su incursión entre árboles, con las manos repletas, iba metiendo en la brasa, de a poco y con algo de descuido, un par de ramas. Temiendo que algo le pasara a sus manos —con las que ejecutaría las obras que resultarían de la residencia y que serían parte de una exposición que haríamos— le sugerí que fuera más cuidadoso; al fin y al cabo, sin manos no podría pintar. El artista, medio en broma y medio en serio, trató de tranquilizarme diciendo: “No se preocupe, yo no pinto con las manos”. La frase, lejos de calmarme, me sometió a otra preocupación menos tangible, pero igual de incómoda: ¿a qué se refería con esa afirmación? Un par de semanas después, y gracias a otras conversaciones que tuve con Santiago y Sebastián, pude entender que el fenómeno de la pintura sucede más allá del movimiento de una mano o de la orden-sugerencia que le envía el cerebro.
En ese sentido, el desarrollo robótico que hicieron en Painting Fool y las conocidas impresoras 3D, de nuevo, adolecen de una comprensión plena del fenómeno creativo y de las circunstancias sobrevivientes —y muchas veces inexplicables— que lo definen. De modo que robotizar la experiencia creadora, tal como se planteó y sigue planteando, es alejarse sin remedio de la misma, lo que supone otra distancia entre la máquina y el creador. Distancia que —por lo pronto— también salvaguarda la creación humana de sus frenéticas imitaciones artificiales. Al parecer, a los científicos les correspondería, si quisieran acercarse más al artista, empezar por crear un mundo artificial entero, con sus causas y sus azares, en el que un robot y una inteligencia programada pudieran acercarse de una forma más auténtica al oficio y la incertidumbre propiamente humanas. De otra manera, seguirían cayendo en el mismo error —tantas veces anunciado— de la inteligencia artificial: su malentendido de origen: suponer que la experiencia humana —de la cual deriva cualquier gesto artístico genuino— se puede encapsular en una relación básica de orden-resultado. Aún no somos máquinas del todo.

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