La máquina no teme
- Blog de Vertigo Graffiti
- 4 sept
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Leí las palabras sosegadas de la madre en el New York Times. Recordaba a su hija con amor y orgullo. No terminaba de entender el porqué de su suicidio. Era amada, alegre y vivaz. Un perfil —en principio— ajeno a quien, de repente, decide poner fin a su vida. Lo llamativo del caso fueron las conversaciones de la joven, meses y semanas antes del final, con un chatbot de ChatGPT. Allí ella le confesaba las ideas que se iban cruzando por su mente y su inestable estado de ánimo. El chatbot (un émulo de terapista llamado Harry) daba respuestas apropiadas y precavidas. Varias veces le recomendó buscar ayuda profesional, usando un lenguaje amable y condescendiente. Como era de esperarse, el bot cumplió al detalle su manual de funciones programadas en su sospechoso —y sumamente peligroso— papel de consejero. De nada sirvió su programación ni los datos ajenos de los que se alimentó. La máquina no sirvió por su incapacidad original de no poder sentir miedo, de no poder sentir en absoluto: su carencia suprema.
Escribía Fernando Pessoa, en ese monumental texto que es Escritos sobre genio y locura, que el genio —el único al que se le puede reclamar algún deber artístico, en su opinión— es el primero que siente en una sociedad. El poeta portugués pareciera asimilar al genio-artista con un sistema de detección emocional, una alarma humana del sentir. Su “función” asignada en un mundo que, constantemente, pone en entredicho tanto su responsabilidad como su importancia. En suma, el artista, al sentir —o al tener la mera oportunidad de hacerlo— cobra una relevancia social fundamental: actuando como algún tipo de oráculo o agente premonitorio. Recuerdo una bella historia hebrea en la que el tonto del pueblo —otro incomprendido— advierte la llegada del enemigo con solo oír un extraño sonido de los árboles del bosque. Supo ver el peligro inminente, antes que todos, al sentir primero.
Cada vez más personas están acudiendo a la inteligencia artificial para encontrar respuestas sobre sus vidas. Nada extraño. A pesar de los avances de los tiempos, el oficio de existir para muchos nos sigue siendo inexplicable. Lo delicado consiste en estar confiando esas inquietudes a una tecnología que no sabe —porque no puede— sentir. Y, como efecto, dicha minusvalía convierte a la máquina en un simple objeto depositario de palabras. Una tecnología hueca, imposible de tomar cartas en el asunto; a diferencia del proceder esperable de un amigo, un vecino o una madre cualquiera. Tal y como sucedía en las películas de Wong Kar-wai, en las que el amante frustrado le susurraba su secreto de pasión al agujero de un árbol.
De nuevo, y en un caso trágico y lamentable —y que tristemente no es el único—, la inteligencia artificial prueba sus carencias y falencias a la hora de emular al humano. Esta vez, un error genérico aqueja a la máquina: su incapacidad de reaccionar ante las emociones humanas. Su función y su
producto se reducen a operar como una calculadora que se mantiene a salvo y lejos de lo humano y sus consecuencias, como esa piedra pesada de un río que presencia, sin inmutarse, cómo el río se desborda entre caudales impredecibles. Tan distinto a como lo haría un artista: ese encargado silencioso y supremo que solo sabe —y solo puede— reaccionar ante las circunstancias, incluyendo, desde luego, la fatalidad.

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