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Los Artistas Políticos

Cuenta Ernst H. Gombrich en esa bitácora -emocionante y justa- que es su texto La Historia del Arte, que al controversial Caravaggio -el muchacho terrible del Renacimiento- le fue encargado por la iglesia católica pintar a San Marcos escribiendo el evangelio. Para cumplir con dicha encomienda, el artista decidió representar a un personaje común, calvo y de ceño fruncido, afectado por su cotidianidad: de pies sucios y ropas más que simples, guiado en su labor por un ángel adolescente y cuidadoso que vigila su mano con una actitud casi paternal. La obra fue devuelta, al ser catalogada como escandalosa y profana, por permitirse irrespetar a un santo con una imagen alejada de su condición celestial. Caravaggio tuvo que repetirla. Esta vez, en la nueva versión, San Marcos, vestía ropajes adecuados para su abolengo, su cabeza era adornada por una aureola y el ángel se veía más solemne y resoluto. Caravaggio sería considerado en su época -y aún en la actualidad- como uno de los artistas más importantes y beligerantes de la historia. Supo darse su lugar, pero sobretodo, supo abrirle espacio en su obra a los intereses políticos y económicos de sus patrocinadores. Como casi todos, en esos siglos glorioso del renacer del hombre y del inmenso poderío económico de las familias de mercaderes.


Es de anotar que incluso desde el arte sepulcral egipcio (padre del arte griego y como tal del arte occidental) hasta las latas de sopa marca Campbell, del irresistible y tímido Andy Warhol, que las manifestaciones artísticas del hombre han sido marcadas por su contenido y carisma político. Sería impensable concebir una obra que haya trascendido en el tiempo, sin que haya sabido reconocer su origen (aquí) y momento (ahora); lo que Walter Benjamin, llamaría “autenticidad”. Dicho reconocimiento, por supuesto, incluía las circunstancias políticas vigentes en el entorno y las implicaciones de la creación al enfrentarse a cierta realidad habitada. No obstante, no se puede confundir que por dicha condición o reflexión todo el arte haya sido revolucionario o insurgente. Los museos y academias están repletos de arte conservador y obras comisionadas por los poderosos de su tiempo.


La razón de ser de esta realidad, es que desde siempre, ostentar el oficio de artista ha sido una de las travesías más difíciles y subestimadas de todas, lo que ha hecho que la supervivencia del creador dependa de su capacidad de adaptarse a su realidad (venderse dirían algunos trasnochados) para no solo alcanzar la gloria, (en la mayoría de los casos promovida por mecenas, gobernantes o galeristas) sino al menos granjearse una comida y lecho tibios. El aura de romanticismo que rodea al artista no puede inobservar que el arte es una profesión como cualquier otra: si no se trabaja, se debe abandonar. El arte es un mercado, con sus dichas y sus trampas.


Por todo lo anterior, resulta curioso que siendo la base fundamental de la expresión las ideas íntimas y los pensamientos recurrentes del artista, que se les pida no tener una postura política. De hecho, es menester del artista tenerla como parte de la perspectiva del mundo que trata de concebir, resaltar o transformar en su obra. En ese sentido, imaginar a un artista sin una visión política de la realidad que lo conforma, sería mutilarlo de su cualidad más epidérmica: su opinión. De la cual, sin lugar a dudas, es responsable. La historia también está llena de geniales creadores que en aras de cierta celebridad empeñaron su quehacer a las formas -y fondos- más temerarios ejercidas por villanos comprobados.


Por lo pronto, es importante insistir en que no se puede juzgar una obra de arte -o incluso a un artista- por el simple hecho de que sus credos políticos no coincidan con los nuestros. El creador está en todo su derecho de equivocarse o acertar, de tomar partido o guardar silencio. Oscuros serían los días en que los artistas, en aras de complacer a todos, objeten o carezcan de su mas preclara responsabilidad: ver más allá del ojo aburrido y oír lo que tienen por decir las mareas y el otoño. Y quizás, posiblemente, prestar atención a los consejos de quienes los patrocinan.


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